CARACOLES

Reflexiones de pueblo (I) por Bosco Valero

Fotografías de Roberto Morales

Hace unos meses, poco antes de que la locuravirus se instalara en nuestras vidas y redes sociales, entré al trapo en el muro de un amigo sevillano, que se quejaba una vez más y con toda justificación, de la transformación tan bestia que está sufriendo el centro de Sevilla. Su mayor pesadilla es el cierre definitivo de la taberna “El Vizcaíno”, centro neurálgico de la bohemia sevillana en sesión “vermú”. Yo le solté un apasionado “abandona toda esperanza, vente a un pueblo…” o algo así, en un arrebato de neorruralismo que cualquiera que me conociera hace 8 años se partía el culo de risa. Pasaron las semanas y llegó el estado de alerta, y todo lo que ha acarreado, que está siendo mucho. El caso es que mi amigo, un optimista a su pesar -trabaja en cultura, no le queda otra- empezó a ver el final del túnel hace poco, rozando la Fase 1. Y la salida tenía silueta de concha de caracol. Sí, en Sevilla han regresado los caracoles. Y volví a su muro. “Retiro todo lo que dije… mientras haya caracoles hay esperanza”. Sospecho que mi inconsciente trataba de decirme algo. A mí no me gustan mucho los caracoles. 

Viene un bichino que vivía perdido en el torrente sanguíneo de otro bicho más grande en una selva perdida. Provoca una crisis sanitaria, económica y social de aúpa en todo el mundo. La fuerza del mercado pierde la fuerza y pide al estado -de nuevo- que se haga cargo del estropicio. Esta es mi segunda crisis económica, lo que en un periodo de ciclo vital estándar ya es bastante.  En la primera vi como los chavales del barrio que habían dejado los estudios para trabajar en una inmobiliaria o el ladrillo, se quedaban en el paro y endeudados. En la segunda, cómo aflora la vulnerabilidad de los trabajadores y trabajadoras que sostienen el mundo en que vivimos, y que eso era la normalidad. 

Durante el confinamiento he tenido tiempo, por fortuna para mi, para leer y reflexionar sobre mi proyecto de vida en un pueblo. Y sí, para hacer formación online. Un curso sobre “Despoblación Rural” nada menos. Y una de las hipótesis que se barajan, desde el profesorado y también los compas del curso, es la de algún tipo de “éxodo post-coronavirus” hacia los pueblos. Cierro los ojos y veo diseñadores, arquitectas y teletrabajadores varios buscando caracoles por los bares de mi pueblo, con el portátil bajo el brazo. Para colmo, uno de los compañeros del curso sacó a la palestra un concepto aterrador: “gentrificación rural”. ¿Te acuerdas de aquella anécdota del señor de la ciudad que se compró una casa preciosa y : 1) le molestaban las campanas 2) el gallo del gallinero adjunto no era de su agrado 3) denuncia a su vecino y… ¡gana el juicio! ..? Vale, son casos aislados, y creo firmemente que es necesario un reequilibrio de las relaciones urbano-rural. La España Vacía es real y no una moda. Pero -atención, spoiler del curso- la pérdida de población es sólo un síntoma: vivir y trabajar en un pueblo hoy día es una empresa dura y difícil. Porque el rural tiene poco prestigio. ¿Tanta prisa tienes Baldomero?. Viva la Guardia Civil obligando a los miarmers a dar la vuelta en la autovía.

“Me quiero ir a vivir a un pueblo”. Esta frase la he escuchado a no pocos amigos y amigas en los últimos años. Es casi un mantra en según qué círculos. Sin embargo cuando hablas con ellos descubres que su concepto del rural está muy alejado de la realidad, en no pocas ocasiones se idealiza o es sinónimo de paisaje. Si yo cada vez sé menos de lo que ocurre en la urbe, a la inversa el desconocimiento es total. La pandemia ha acrecentado una percepción idílica del pueblo: espacio vacío, aire puro y todo eso. Y además ya ha llegado la fibra. Hay conexión decente a una hora en coche de la ciudad. Y estarás lo su-fi-cien-te-men-te cerca para no perderte los festivales de primavera y volver a casita rural a dormir.  Si eres de esta clase de amigos, te invito a que te lo pienses mejor. Te vas a matar en la carretera cualquier día, por no hablar de la huella de carbono. Si quieres lo hablamos, que yo ya he pasado por ahí.

A menudo oigo hablar de “los retos del rural”, “las oportunidades”, en un pueblo “se puede hacer de todo”. Según el contexto y el interlocutor, me ilusiono o me indigno un poquito. En demasiadas ocasiones se da pie a entender que en el rural no hay talento y hay que importarlo, que estamos mano sobre mano. O que vivimos en un planeta distinto -urbano Vs rural- con necesidades, problemas y emergencias muy distintas. Emergencia -con mayúsculas- sólo hay una, con muchas caras pero una: la crisis climática y el sufrimiento que provoca el mito del crecimiento ilimitado. A ver, durante el confinamiento, he intentado evitar pelis y documentales que añadieran más estrés y ansiedad a la que había en el ambiente, especialmente las primeras semanas. Pero hubo un momento en que mis defensas saltaron por completo, me vine arriba y me puse “Hielo en llamas”. Leonardo Di Caprio hablando del gran desconocido entre los gases del efecto invernadero: el metano. Esto ya no va del contenedor amarillo, va de frenar en seco. No se puede hacer de todo. Hay que abandonar y reconvertir actividades económicas, recuperar y poner en valor otras tantas. En todas partes y a toda prisa. Examina tu proyecto ruralista pensando en el futuro, que igual no va de lo que tú pensabas.   

Hay cosas que el confinamiento me ha hecho etiquetar como prescindibles o superfluas. No las necesito, ni me hacen bien. Ni mencionarlas quiero. Otras que he redescubierto y espero no olvidar ya jamás, como la soberanía sobre mi tiempo, el principio de precaución y la consideración hacia todo lo que está vivo. El sentido profundo de la lentitud. Y luego están las que he echado especialmente de menos, pocas en realidad. Algunas materiales como el pan artesano y la cesta de verduras de temporada de producción local, que eran mi sustento habitual pero crecen en un municipio cercano, hasta ahora inaccesible. Como las tostadas como suelas de zapato del 54 en Arroyomolinos. Pero lo que mas he echado de menos es compartir tiempo y espacio con gente sencilla y orgullosa que hace cosas extraordinarias por su pueblo, con sentido del común. Pasear y conversar sin mayor mediación que el aire. Tocar -es un decir- la tuba. Observar cómo se transforma el campo al paso de los días. Con tanta lluvia, las huertas deberían tirar palante este verano. Ya es tiempo de caracoles. 

Bosco Valero es neorural de pura cepa y sus opiniones sólo le representan a él.

Fotografía de María Alcantarilla

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio está protegido por reCAPTCHA y se aplican la política de privacidad y los términos de servicio de Google.